‘Matar a Rocky Bolero’, relato de José Ramón Fernández

La primera vez que se tuvo noticia de José Ramón Fernández (Madrid, 1962) fue porque su relato ‘Matar a Rocky Bolero’ ganó un accesit en los premios de la Semana Negra de Gijón, allá por 1988. Luego llegaron las malas compañías y este escritor ha dedicado los últimos veinte años al teatro: en ese tiempo ha estrenado treinta obras y una quincena de adaptaciones, con éxitos como ‘Las manos’, ‘Nina’, ‘La tierra’ o ‘La colmena científica’, que le han valido premios tan prestigiosos como el Lope de Vega, Max, Ojo Crítico, Calderón de la Barca… Pero, como dice el tango, siempre se vuelve al primer amor. En 2011 Eugenio Cano Editor publicón ‘Un dedo con un anillo de cuero’, una amarga novela negra de vidas y muertes cruzadas.

‘Matar a Rocky Bolero’ tiene su historia. El periodista Ricardo Cantalapiedra se divertía en los ochenta cantando bajo el seudónimo de “Rocky Bolero”, o eso me contaron cuando una noche fui al café Vaivén, en la calle de San Mateo de Madrid. Eran tiempos jóvenes y algunas noches esperábamos al amanecer por aquellas calles. Esa noche, Ricardo, o su sosias, daría su último concierto. Por alguna razón, se me ocurrió este final extraño para aquella historia. Lo envié al premio de relatos de la primera Semana Negra de Gijón, en 1988, bajo el seudónimo “Sertorio Hidalgo”; el relato consiguió un accesit y fue publicado entonces. Perseguido por mi editor, Eugenio Cano, traté de encontrarlo en casa sin resultado, pero los organizadores de la Semana Negra, más serios que yo, sí lo conservaban. Tómese como un juego de juventud, pues quien lo escribió tenía veinticinco años y es lento.

MATAR A ROCKY BOLERO

No me pude negar. Era uno de mis mejores y más viejos amigos, y mi contestador estaba bloqueado por sus llamadas. Cuando uno tiene viejos amigos es señal de que ha llegado el tiempo de conservar lo que le queda. Por eso estaba delante de una cerveza y de una estudiante de Imagen aquella noche, esperando el momento en que tendría que matar a Rocky Bolero.

El bueno de Richie llevaba muchos años con aquella doble vida. En las noches de verano, vistiendo traje gris de alpaca, pelo engominado y clavel, cantaba, como quien hace una travesura, canciones de la Piquer, Machín o Los Panchos. Por fin, se había hartado, y entre copas me pidió que le ayudase a matar a aquel personaje que se le parecía tanto. Reunió a todos sus amigos, por lo que en el local no quedó sitio para el aire. Pero no importaba; todos los que estábamos allí nos habíamos acostumbrado hacía tiempo a respirar humos y vapores etílicos. Tuve la sensación de que todas las personas a las que conocía en el mundo estaban allí. Era mejor, me daría menos vergüenza cuando tuviera que hacer mi papelito. Esperaba representarlo con dignidad. Un traspiés echaría por tierra la fascinación de mi invitada y me condenaría a desayunar solo y con acidez.

El pianista se había colocado hacía rato ante su instrumento. Era un hombre viejo, porque todo en él era viejo. Rocky pasó entre las mesas para llegar al escenario, y apretó mi hombro sin mirarme. Una mujer aún mayor que el pianista vendía claveles. Un lechugino, a mi lado, le dijo que no le compraba ninguno porque su acompañante era su hermana. Elegí uno igual al de Rocky y me lo puse en la solapa. La estudiante no protestó; fingió no sorprenderse.

Rocky iba deshilachando las canciones que amaba, .Quizás, Volver. La luz cambiaba de malva a azul o amarillo según iban cayendo las notas. Cantó Mirando al mar y recordé el mismo local y la misma cerveza y una multitud imposible de parejas acarameladas que bailaban el éxtasis de Alberto Pérez. También Alberto estaba allí, y Solfa.

Cantaba Cuando se quiere de veras entre el público y no pudo dejar de sacar a bailar a una rubia que se rompía de puro tremenda junto a mi mesa. El cable del micrófono se liaba a su pantorrilla como por propia iniciativa y el pobre Rocky, no pudiendo resistir tanta carne, besó su mano y terminó la canción sentado al borde del escenario o de la acera o de la vida, no sé. Palpé el revólver, en mi bolsillo derecho. Nunca me han hecho gracias las armas, por más que no consigo convencer a nadie de ello. La única vez que había disparado fue en la mili, hacía varios siglos, con un elocuente cero por ciento como promedio, de modo que aquel revólver tan nuevecito en mi chaqueta no me hacía feliz, aún sabiendo que las balas eran de juguete. La luz era malva y Rocky cantaba -Toda una vida cuando el pie descalzo de mi becaria comenzó a buscar mi piel con un interés inquietante.

Todo invitaba a ese idioma de pieles. El borde de las mesas dividía dos mundos.

Me preguntaba si el efecto de las luces de la barra sería buscado -la palidez de las camareras tenía el mismo tono, la misma luz que los cuadros de Toulouse Lautrec- cuando Rocky respondió a las peticiones de “otra, otra” que no sabía más canciones; después de haber despedido la noche con Ya sé que tienes novio. Saludó con los brazos abiertos. Era la señal. Me levanté, me abrí paso entre el público y me puse frente a él, a unos tres metros de distancia. Adopté una pose muy peliculera, las piernas abiertas, el arma cogida con las dos manos, y disparé cerrando los ojos instintivamente con el primer estallido. No los abrí hasta el tercer disparo, cuando alguien se me echó encima y me quitaron la pistola. Había gritos y carreras. Varios tipos me sujetaron contra el suelo y algún hijo de puta me dio una patada en la boca.

Cuando desperté el local estaba casi vacío. Varios hombres de traje azul, con aspecto de secretas o de visitadores médicos, iban de un lado para otro con cara de rutina.

Me dejaron acercarme al cuerpo de Rocky. Lo rodeaba una mancha de sangre tan grande como él. En el bolsillo interior de su americana habían encontrado una carta para el juez y una nota de disculpas para mí.

En el bolsillo izquierdo tenía seis balas de fogueo y un pastillero de plata que contenía un mechón de pelo negro, casi azul.

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